viernes, 11 de agosto de 2017

Leonard Cohen; el destino de un poeta



Pequeña, he estado aquí antes, he visto esta habitación y hollado sus caminos. Sabes que solía estar solo antes de conocerte.
(Leonard Cohen)

Gracias, Leonard, por haberme dejado 
escuchar el gemido disperso en tus tormentas, 
por haber resistido en tu torre 
de canción apasionada 
mientras pasaban amantes y amigos, 
y caían tantos sueños que se creían eternos, 
por las horas que aliviaste el dolor de mi letargo 
y lo meciste en el viento con una rara elegancia 
que aún brota en el invierno de tus ansias de conquista, 
en los campos sembrados de espinas y alambradas 
del amor y el desengaño,   
por haberme hecho olvidar tantas veces con tu verso 
el destino amargo, inexorable del poeta.

Desconozco la consideración literaria de Brassens o Brel en la Francofonía  o  la de Bob Dylan y Leonard Cohen en la América anglosajona en estos días, solo el tiempo nos podrá decir donde estarán sus poemas cuando les quiten la música y tengan que danzar sin acompañamiento, sin histrionismo sentido ni luces de candilejas.

Yo no podré verlo casi con toda seguridad porque estaré discutiendo con Plutón sobre el poder redentor de la música y la inmortalidad de los cuerpos exultantes; la poesía ha sido expulsada a un lugar donde no existe la sonrisa, pero no me cabe la menor duda de que ellos estarán ahí en lo alto cuando transcurra el tiempo y se hable del nuestro porque no solo escribieron con una calidad insultante sino que supieron extraer muchas de las contradicciones intemporales del ser humano y las supieron encajar con emoción, belleza y autenticidad en la época que les tocó vivir.

Centrándonos en Cohen podemos observar que siempre se puso serio cuando trataba con la palabra y la música y el misterio de su combinación, que, en la genial y escalofriante variación del "Pequeño vals vienés" de Lorca (Take this Waltz), tuvo un amago de depresión profunda, y es un poema maravilloso que merecía la pena que se intentara transmitir a los nuevos muchachos y lleno de una intrínseca musicalidad. Hace ya mucho tiempo que descubrí que el arte no es entretenimiento, aunque lo pueda tener, y que la poesía tiene muchos caminos, que este poeta es imprescindible porque encontró el suyo mirándose hacia dentro como un pájaro que se arrastra en los cables, como un borracho sereno que ha olvidado su nombre en un tugurio portuario de una isla asustada que es la mía y llora su soledad en las noches de levante y de zozobra.

Si yo hubiera pensado un poco más probablemente no habría escrito ningún poema, me habría acordado de mi propia intrascendencia para la gente que puede verme, tocarme y transita por mis mismas calles con un libro de poemas bajo el brazo que nunca será abierto, me habría puesto melancólico acuciado por los años que llevaba esperando un momento como ése; estar a pocos metros de uno de los ídolos de mi lejana juventud y tocarlo con la mirada. 

Recuerdo que empecé este poema en el tren, el día anterior al concierto, sobre los espacios en blanco de la última biografía de Cohen que se había publicado. Simplemente quise reflejar, en el lugar más oportuno, mi asombro y mi agradecimiento ante el encuentro con uno de esos mitos que se mantienen a pesar de la inconsistencia afectiva de un período precipitado a devorar a los ídolos y sepultar su memoria cuando se pierden sus canciones, insistí en su poesía porque en ella encontré la esencia de un hombre que había vivido intensamente la verdad y la mentira, que había cantado al amor y a la desesperanza y llevaba continuamente puesto un sombrero gris para evitar que se le viera el cabello canoso y ya escaso. Un hombre que sonreía a su tristeza mientras hablaba porque, después de tantas proposiciones deshonestas en el mundo de la fama, había comprendido que solo se había intentado vender por una mirada sincera que traspasara un momento y alimentara la caldera de los recuerdos entre las palabras de ceniza dentro de un poema que hable de la única pasión que nunca muere.

Quedé sorprendido por la duración del concierto y por cómo se condujo sobre el escenario en algunas canciones, aún lo veo agradecido a un país que le transmitía hermosas vibraciones y tragedias; español era aquel artista callejero que le enseñó una nueva forma de abrazar la guitarra y el poeta que le había obsesionado hasta el punto de ponerle a su hija como nombre su apellido. No podré nunca olvidar que se arrodillara al cantar “Hallelujah”, allí, con setenta y ocho años y un pasado que no podría abandonar nunca aunque lo había intentado, aunque tuvo que volver a la carretera y a los estudios arruinado por su representante, consejera y, quizás, amante.
Volvió a recordar un repertorio cuyas mejores piezas tenían mucho tiempo, era una suerte inmensa que fuera así, que rindiera un amplio tributo a sus primeros escarceos en el mundo de la música, creo que intuía con la sabiduría otorgada por una vejez esplendorosa que sus mejores versos serían recitados cuando hablaran de este tiempo confuso entre la revolución marchita de las flores y la Guerra del Vietnam, y de este mundo arbitrario que se arrastra por los caminos atormentados de un pensamiento angustiado porque hierve la hipocresía que se muestra ante los diferentes conflictos y regímenes políticos.

Aunque no cantó mi canción favorita; "Uno de nosotros no puede estar equivocado", ésta no dejó de sonar para mí en las casi cuatro horas que duró el concierto. Sí, también yo torturé el vestido que ella llevaba por el mundo para olvidar. No hizo falta que la cantara para que yo sintiera como sería ese momento, no me importa que casi todos la hayan olvidado, mi corazón me dice que es un poema que habría que guardar en una urna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario