Me
costó aceptar a Enrique Bunbury entre mis cantantes de cabecera, a pesar de
tener a un sucedáneo muy válido de su personalidad arrolladora, y más que
admirador, devoto de oraciones en cada ángelus laico. Pienso que es un pecado
casi imperdonable tratar como amigo a alguien que no lo es y que no lo será
nunca porque esa palabra le viene grande.
Héroes
del silencio, el grupo con el que consiguió la fama, no fueron, siguen sin
serlo, uno de esos grupos que me gusten, hablaba sin parar, fascinado por la
creatividad de Calamaro, de todas las virtudes de Los Rodríguez como ese algo
que para mí les faltaba, o del misticismo un tanto inocuo y demasiado
efectista, o el lenguaje excesivamente metafórico y manierista que, desde mi punto de
vista, les sobraba como banda de rock que eran. Pero quedé prendado con uno de
sus cantos del cisne; La mítica chispa adecuada.
Después,
en solitario, vendría lo realmente bueno. He tenido que rendirme ante un hombre
que sería artista aunque no tuviera talento, y lo tiene a espuertas.
No
he podido verlo en directo, pero lo haré a la mínima oportunidad que se me
presente, me han hablado maravillas de sus conciertos y me las creo, no tengo
más que ver sus vídeos; iconoclasta, tierno, irresistible, entregado a su
público y a quien haga falta, incluso sus salidas de tono me resultan geniales,
como las del gran Raphael, con quien le une el ser animales irrepetibles de la
escena; ecléctico, tanto que ni él mismo sabe adónde va, ni a qué quiere
meterle mano al día siguiente después de culminar cualquier idea, y tantas otras
cosas que podrían llenar varias manuales sin solución de continuidad. Pero lo
que más me asusta de él es su sinceridad, brutal y que nadie en el mundo le
puede exigir, habría tenido demasiados problemas por ella, pero le indulta un
asunto insignificante, la palabra Bunbury.
Publicado el 10 de Diciembre de 2014.
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