Todas las decepciones
caben en una lágrima. La vulgaridad unifica, el amor sigue buscando
agónicamente su camino en las encrucijadas, pero los edificios interrumpen su
paso en la ciudad que ha perdido el culto al arte que nos ayudaba a morir de
pie cuando solo quedaba el orgullo, ya no lloramos por un pájaro muerto, ya no
soñamos con un gran amor, el tiempo nos ha quitado las maletas de la mano
y la identidad del bolsillo de la camisa. Hay un silencio de sombras en el sol
ardiente del verano y no llega el tren de la tarde que sale cada mañana.
Adoramos a un dios implacable que nos amarra a nuestro deseo de poseer lo
inaprensible, a una forma de vida donde se apaga la música mientras la escriben
los locos en el muro de cera de una fábrica. Este que nos contempla con una
sonrisa cínica es un dios más tiránico, más severo que el de siempre, porque,
sin duda, existe, lo veo en los ojos de la gente que me cruzo mientras voy a
una calle cuyo nombre se me perdió, en la lengua que no se pregunta, siquiera,
sobre el sexo de los ángeles.
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Desconozco a quien le
dedicó Brel esta canción, quizás se refería a su amigo Georges Pasquier que lloraba
mientras perdía su batalla contra la muerte.
Brel sobreviviría por poco a Jojo,
tendría tiempo de publicar su último disco, el mítico Les Marquises, entre sus
joyas siempre me han llegado muy hondo, soy un sentimental, esta canción, la
ruptura de Orly y la estremecedora elegía con aires del sur de Italia que le
dedicó a Jojo, precisamente. Cuando habla el sentimiento y se
arrinconan los artificios.
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